(...) Es el
eterno gozo quien apura
el ocio vivo
y la pasión futura.
Sobreviviendo
a su interior abismo,
el amor se
obscurece y se suprime,
y mira que
la muerte se aproxime
a la vana
insistencia de mí mismo.
JORGE CUESTA
Hace un par de años,
cuando recién me mudé a Guadalajara y estaba descubriendo la ciudad, mientras
esperaba en la parada del camión situada en el Parque Revolución, mejor
conocido como Parque Rojo, lugar conocido por ser escenario de todo tipo de
manifestaciones; me llamó la atención un hombre que traía un megáfono con el
que pregonaba a todo pulmón los horrores de la lectura, actividad exclusiva
para los ociosos y que alejaba a los hombres del sagrado camino del Señor.
Su discurso además de
resultarme alarmante (no sin hacerme algo de gracia), evocó varios
cuestionamientos en mí: ¿leer es realmente menester exclusivo de los ociosos?,
¿las reflexiones provocadas por el ejercicio de la lectura están relacionados a
un rechazo a la religiosidad?, ¿qué significa el ocio en la sociedad actual?
En la actualidad, y
quizá desde los primeros albores de la Revolución Industrial, el ocio se ha
convertido en el peor enemigo de los medios de producción. “La visión protestante,
inglesa y norteamericana, en cuanto ética del trabajo como bien supremo,
rechazó al ocio por considerarlo como una potencial amenaza para el “espíritu”
de base del modelo de producción capitalista.“1
Aristóteles postuló
que el ocio es un estado en el cual se realiza una actividad por la mera satisfacción que evoca el llevarla a cabo. “A
diferencia del trabajo y de las ocupaciones para la subsistencia, que solo
serían un medio para alcanzar otros fines”2. El ocio es una de las
formas privilegiadas para alcanzar la felicidad, que según la postura
aristotélica, es la principal razón de la existencia humana.
Para otros pensadores,
como Santo Tomás de Aquino, el ocio implica una postura receptiva que va más
allá de las posibilidades del hombre común, la vida contemplativa es la forma
más excelsa de la vida humana, es incluso, suprahumana.3
Lo cierto es que sin
el ocio, es posible que no conoceríamos el mundo como lo conocemos ahora. Es el
escape a la automatizada cotidianidad. Es creencia comunal que los grandes
inventos son consecuencia de un trabajo incesante y sí, tienen razón; pero ese
trabajo devino de momentos de reflexión en los que posiblemente surgieron dudas
que ameritaban una búsqueda exhaustiva de respuestas… No por nada la famosa anécdota
de Newton y la manzana. El ocio es un espacio para cuestionarnos, nos aleja del
totalitarismo que implica aceptar verdades axiomáticas, y nos invita a explorar nuevas perspectivas
de ver y sentir el mundo.
Maurice Henri Joseph
Schérer, mejor conocido por su seudónimo: Eric Rohmer, uno de los principales
exponentes de la Nouvelle Vague, corriente
que revolucionó el cine francés y el cine en general,; encontró en los espacios de ocio y lo que estos representan, una
línea marcada de interés en la que podía defender su necesidad de incorporar la
palabra como un elemento de significación más, como lo expuso en un artículo
que escribió en sus días de crítico cinematográfico, titulado: “Por un cine que
habla”.
Rohmer no preconcebía
una historia para la pantalla grande. Según las pautas de su proceso creativo,
el primer paso era escribir historias que podían funcionar en distintos
formatos literarios o que podrían adaptarse a un formato de guion
cinematográfico. Tomando el espacio fílmico de la manera en que él lo concebía;
la palabra como acción, de ahí que sus filmes sean considerados muy
“literarios”, y sus personajes se caracterizan por expresar sus trenes de
pensamiento y sentires mediante diálogos. La imagen es el medio compaginante
para exteriorizar la curiosidad intrínseca de la naturaleza humana y confrontar
a manera de paradoja, la antinomia entre palabra, verdad y acción.
A principios de los
ochenta, Rohmer ya se había consagrado como auteur, y
después de haber filmado dos películas de época despampanantes (La Marquesa de
O en 1976 y Perceval el galés en 1978), comenzó con una serie de 6 películas
que abordaban el mismo hilo temático, sobrecargadas de diálogos y con
personajes de clase media-alta que pasan sus momentos de ocio metiéndose en
embrollos sentimentales que adquieren tonos existencialistas. Esta serie se
titula Comedias y proverbios y cada
filme comienza con un proverbio. Quizá la película más reconocida de esta serie
es la tercera, Pauline à la plage (Pauline en la playa), con un proverbio
inaugural de Chr. de Troyes que recita “Qui trop parole, il se mesfait”, cuya
traducción es homónima del título de este texto.
Pauline en la playa (1983), tiene una trama
relativamente sencilla: dos primas de clase acomodada, Marion (Arielle
Dombasle) en sus treinta y Pauline (Amanda Langlet) quinceañera, llegan para
pasar las vacaciones en la casa de playa perteneciente a la primera. Apenas en
los primeros minutos de la película se establece el tema a tratar: el amor.
Marion habla de su divorcio y no duda en indagar en la vida romántica de su
prima adolescente, que niega rotundamente haberse enamorado, o quizá en el
jardín de niños.
Mientras se bañan en
el mar, Marion reconoce a Pierre, un viejo amante aficionado al windsurf a
quien saluda entusiasta, presentándolo a Pauline como “un viejo amigo”. Pronto
se les une Henri, un hombre maduro que va acompañado de su hija pequeña y los
invita a cenar a su casa. Marion acepta viéndose atraída por la personalidad del
recién llegado, mientras que Pierre se muestra celoso haciéndose presente ya el
conflicto amoroso.
Durante la cena hablan de su concepción del amor, con relación a su experiencia de vida. Henri, etnólogo nómada divorciado y padre de una niña, es de la idea de que el amor debe de ser libre, sin ataduras. Marion, también recién divorciada, anhela un amor apasionado, que está segura que sabrá reconocer porque se fundirá en él. Pierre, el joven abnegado, está a la espera de un amor sincero y duradero. Pauline, con su corta experiencia en el campo, asevera que no se podría enamorar de alguien sin realmente conocerlo, “tienes que conocer a las personas para poder amarlas”.
Durante la cena hablan de su concepción del amor, con relación a su experiencia de vida. Henri, etnólogo nómada divorciado y padre de una niña, es de la idea de que el amor debe de ser libre, sin ataduras. Marion, también recién divorciada, anhela un amor apasionado, que está segura que sabrá reconocer porque se fundirá en él. Pierre, el joven abnegado, está a la espera de un amor sincero y duradero. Pauline, con su corta experiencia en el campo, asevera que no se podría enamorar de alguien sin realmente conocerlo, “tienes que conocer a las personas para poder amarlas”.
Y la comedia reside en
el melodrama provocado por amores no correspondidos. A pesar de que Pauline
aseguraba que no podía enamorarse de alguien sin conocerlo, al poco tiempo
conoce a Sylvain en la playa, un chico de su edad por el que se ve atraída aun
cuando este le comenta sin pena que tiene una novia en París.
Y el lío amoroso se
hace cada vez más grande cuando Marion tiene que regresar a la ciudad por
asuntos laborales que poco importancia tienen en la historia, pero que dan
lugar a que Henri aproveche su lapso de soltería para acostarse con una
vendedora de dulces, que es el único personaje que no se encuentra en su
periodo de ocio, pero que se despreocupa un rato mientras se baña en el mar con
Henri y un inocente Sylvain que se les une. Pierre descubre la infidelidad, que
es justificada a Marion por Sylvain, quien luego lo echa de cabeza con Marion,
arrepentido al saber que Pauline cree que fue él quien le fue infiel con la
vendedora de dulces.
Cuando la bomba
explota, cada personaje saca a relucir su personalidad con el fin de las
vacaciones. Henri se va con una nueva chica sin despedirse de Marion, Pierre
regresa desilusionado a París, Sylvain se sale con la suya obteniendo el perdón
de Pauline antes de regresar a casa. Marion y Pauline deciden dar por
terminadas sus vacaciones. Y el plano inicial en el llegan a abrir la verja de
madera que delimita la casa de playa, ahora se cierra dejando los recuerdos del
verano atrás, “lo que pasa en la costa de Normandía, se queda en la costa de
Normandía”. Y la exquisita conversación final entre Marion y Pauline:
Marion: Tengo que
decirte esto. Ayer en el tren, estaba pensando. Me dije a mí misma que no
tenemos pruebas de lo que realmente pasó con la vendedora de dulces. Henri pude
haber estado con ella y hacerme creer que fue Sylvain. Espero que no sea
cierto, sería muy horrible. Pero tú, no deberías de estar molesta por algo que
tal vez no es verdad.
Pauline: No estoy
molesta.
Marion: Dite a ti misma que no es verdad, convéncete. Y yo permaneceré convencida de lo contrario. De esa manera ambas estaremos satisfechas.
Marion: Dite a ti misma que no es verdad, convéncete. Y yo permaneceré convencida de lo contrario. De esa manera ambas estaremos satisfechas.
Pauline: Estoy
totalmente de acuerdo.
La belleza de esta
conversación está en las posibilidades de replantearse la verdad y de aceptar
su individualidad, su fugacidad y su mutabilidad. El ocio es una experiencia
humana que si bien no nos acerca a la verdad, nos hace conscientes de su
constante metamorfosis y nos mantiene en la búsqueda de nuevas verdades, porque
como bien dice Eric Rohmer “(...) me parece mucho más atrayente plantear
preguntas que mostrar certezas.”4
REFERENCIAS
(1) Rodrigo Elizalde, « Resignificación del ocio », Polis [Online], 25 |
2010, Online since 24 April 2012, connection on 18 August 2019. URL : http://journals.openedition.org/polis/642
(2) Ibídem.
(3) Josef Pieper, El ocio y la vida
intelectual, Madrid, Ediciones RIALP, 2003.
(4) Eric Rohmer, entrevista con Carlos F. Heredero, 2004. Recuperado de: https://elcultural.com/Eric-Rohmer
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